La indiferencia solo a veces conduce a la calma.
Cuando uno se da cuenta de que todo es perfecto en ausencia de mi (yo), todo cambia.
No solo cambia la vida de uno, cambia también el resto, todo lo percibido, porque la cualidad con que se percibe es distinta.
El Todo es percibido desde un punto vacío, en el que no hay nadie que opine, nadie que espere, nadie que pretenda, nadie que quiera, y entonces simplemente lo que está pasando ocurre, acontece….
Y uno está inmerso, diluido en esto que acontece, y forma parte indisoluble de aquello que ES en ese momento, en ese instante.
Y ya está.
Ver el mundo y a uno mismo desde el profundo conocimiento que aporta saberse insignificante es enriquecedor.
Nada hay de malo en ello.
Quizá alguien pueda pensar que algo insignificante resulta pequeño, sin importancia, incluso despreciable o inútil.
Pero no es así, nada más lejos.
Las moléculas son pequeñas, no insignificantes.
En este contexto, la insignificancia tiene un valor brutal y jerárquicamente se sitúa en la cúspide de la importancia.
Una partícula pequeña, como el bosón de Higgs es vital.
(Que nadie se asuste, hoy no se habla de física cuántica).
Sin esta partícula nada sería como aparenta ser.
Y es pequeña, es muy pequeña, al menos para la forma que tenemos las personas de medir las cosas y obtener percepciones de esas medidas (que manía de catalogarlo todo, caramba).
Los que entienden de estas cosas dicen que aproximadamente en un milímetro caben mil millones de átomos, y en el centro (núcleo) de cada uno de esos átomos hay unas partículas llamadas protones, que ocupan una diez milésima parte de la superficie del átomo, y cada uno de estos protones tiene cien veces la masa de un bosón de Higgs.
Vamos, que es lo que se dice pequeño, pequeño.
Pero el bosón es el responsable de que la materia tenga masa (nada más y menos) y el bosón de Higgs es el más diminuto de todos los bosones que se ha descubierto hasta la fecha.
Al ser elemental, se convierte en el más pequeño, pero también en el más importante.
Así, es fácil comprender que «pequeño» es solo una palabra a la que se puede dar uno u otro significado, y que este significado tendrá un impacto u otro en el pensamiento y ese impacto a su vez, causara una consecuencia en forma de decisión, opinión u otros (o no).
Y así ocurre con todas las palabras, con todos los pensamientos.
Esta es la condición de la mente y estaremos tremendamente condicionados si no observamos esto con mucha prudencia.
No veremos casi nada y percibiremos aún menos la cualidad o el rasgo sutil que hay que Todo (en absolutamente todo lo perceptible).
A Edward Bulwer-Lytton es a quién debemos la genialidad literaria «La pluma es más poderosa que la espada».
Para aquellos que prefieran una traducción más purista; Bulwer literálmente escribió: “The pen is mightier than the sword”.
La pluma es más poderosa que la espada.
La palabra es más poderosa que la acción.
Si percibe uno que el pensamiento precede a la palabra (siempre), podría ser fácil constatar por uno mismo, que el pensamiento es el embrión de lo que posteriormente uno diga y haga.
Por tanto, la palabra y el impacto que esta tenga en uno mismo y en el resto dependerá del manejo de los pensamientos.
Observar esto, permitirlo, fomentarlo o impedirlo forma parte de nuestra responsabilidad como individuos y de nuestra libertad para hacerlo, por supuesto.
De esta forma, nos encontramos con personas con una espléndida gestión de sus pensamientos y cuyo objetivo es la brillantez.
Deslumbrar, destacar, diferenciarse, liderar y buscar seguidores, obtener admiración, generar envidias e incluso llegar a regocijarse continuamente ante el ingenio propio.
Tal son los objetivos.
Gente que está feliz de haberse conocido y que percibe que sin ellos, el mundo no funcionaría.
Muy probablemente todos conocemos a alguien con esta peculiaridad.
Esta actitud es hostil, es competición, es violencia, es una lucha perpetua en la que cada palabra es un reto que busca un resultado en otros y que estimula, fortalece y reafirma al ego propio, (que es de quién sale todo esto).
Así que es fácil ver que en una mente así no hay libertad. NO LA HAY.
El talento y las facultades pueden por tanto ser nocivas si no está bien gestionadas.
Ante un interlocutor que es superior jerárquica e intelectualmente, la insignificancia resulta liberadora.
Es el Silencio del que habla el Zen japonés.
La existencia del brillante es decadente y opresora, es una lucha continua por demostrar.
El brillante, el talentoso, empeñará todo su tiempo en «intentar cosas», en «demostrarlas», en «adueñarse de ellas» y en «transmitirlas» y así, pasará toda la vida sin alcanzar certeza alguna, pues las variables de la ecuación de la vida siempre dan «indeterminado». Pues no son “ciertas” hasta que “ocurren”.
Hay demasiadas variables y contemplarlas todas no es posible con las herramientas de que se disponen (la mente y la inercia de la intención), así que es un trabajo sin final.
En la mente teórica no hay espacio para la improvisación y el riesgo que conlleva.
Es una mente limitadísima, ajustada a estrictas normas en las que hay cabida para la creatividad únicamente para poder mostrarla a otros como propia.
Es desolador.
En cambio el silencio y la acogida de la insignificancia resultan reveladores.
Lejos de frustrar, contentan.
El insignificante es feliz ante el brillante.
La insignificancia es el martillo que destroza el orgullo y la altivez.
La insignificancia es la semilla de la humildad honesta y sincera.
La buena noticia es que con el suficiente temple y esfuerzo, se puede llegar a ser insignificante.
Incluso aquellos que son brillantes.
Ellos también.